Bastardos

Bastardos – III

III

Recuerdo el cielo como un enorme acuario de luz en el que flotábamos a la espera de recibir órdenes de nuestro viejo, pero ninguna imagen concreta que me ayude a decidir si esa vida fue mejor que la posterior a la caída. En cambio, recuerdo vivamente el desastre y como en cuestión de segundos la pecera se volvió desagüe y despertamos en el desierto, desperdigados y con una confusión que derivó en una serie de comportamientos que nosotros, los más responsables entre esa divina prole, juramos curar con palabras o, directamente, a base de hostias.

Bastardos – III

“Perdonen la indiscreción, pero ¿quién es Yuri?”, preguntó un hombre que decía ser astrónomo y lo parecía con su espesa barba y gafas de infinitas dioptrías. Era nuestro guía por las instalaciones a su cargo, un viejo observatorio en medio de los chaparrales, maltratado por igual por la falta de personal y de presupuesto.

“Yuri es un amigo de la familia, un primo hermano, y también un estúpido por su facilidad para meterse en líos. Andamos tras él, en el buen sentido de la palabra. Nos preocupamos, y por lo que parece, todo apunta a que ha pasado por su… su… edificio de techo circular rodeado de cobertizos prefabricados.”

“Observatorio”, indicó Rafi sin mirarnos. Al igual que Mike, sufría por una hipotética emboscada. El astrónomo tomó con recelo la revista que mi hermano le tendió, impresionado por su complexión y la máscara de luchador. Y en la revista destacaban el observatorio y sus investigaciones, desde la contemplación de estrellitas invisibles a la medición de energías que jamás me calentarían el café.

“Estaba entre las pertenencias de Yuri, junto a otras revistas de astronomía”, dijo Rafi. Obvió que Yuri también coleccionaba libros de ocultismo, trasteaba con un sencillo equipo de radiofrecuencia y había forrado las paredes de su domicilio con post-its y anotaciones que hacían del pirado de la película “Seven” un excelente escaparatista. Ignorábamos sus intenciones y Rafi descartaba la mala fe. Mike, por el contrario, ya se veía comprobando la resistencia de los morros de Yuri a un buen puñetazo.

Don Astrónomo nos habló de la primera visita de Yuri, él solo en una flamante Harley, con la que llenó los chaparrales de ruido y contaminación. Se entrevistó con Tom, uno de los trabajadores del centro, conversaciones que se alargaron durante tres días hasta que Yuri, una noche, discutió con su anfitrión y volvió por donde había venido, estruendo y humos incluidos. A partir de ahí Tom actuó de forma extraña, contagió a Carlita, su pareja y también residente en el centro, y dejó sus investigaciones en beneficio de una nueva y secreta línea de trabajo. Días después solicitaría una semana de vacaciones. De eso hacía quince días.

“Esto que hacemos es poco ortodoxo, pero siento que Tom y Carlita podrían estar en peligro”, dijo el astrónomo mientras abría la puerta del apartamento en el que vivía su subordinado.

“Tranquilo, Yuri puede ser muchas cosas, pero no un delincuente”, dijo Rafi.

Sus palabras contrastaron con el recelo de Mike, que me miró de soslayo a la espera de una opinión compartida.
La mano de Carlita dominaba el 75% del apartamento: las blondas de las cortinillas, la presencia de plantas y flores mustias tras el abandono de sus dueños… Luego, en un fuerte contraste, visitamos el estudio de Tom: un infierno de papeleo, gráficas y métricas.

Mike y Rafi rebuscaron con distinta consideración mientras yo serenaba al jefe de Tom. Usé medias verdades y un rollo bastante inspirado sobre nuestra fraternal y detectivesca sociedad y pregunté sin auténtico interés por las actividades del observatorio. En un punto concreto Rafi me tendió un papel con el nombre y el teléfono de Yuri. Presionado por los ojos de Mike, lo introduje en mi móvil. Una señal de llamada, dos, tres, y a la quinta, un “¿quién coño eres?”

“Gabe al habla”, dije, “y antes de que preguntes, sí, soy ese Gabe”. Activé el altavoz del teléfono.

“Gabriel, mi querido Gabriel, qué deseas, ¿en qué puedo ayudarte? ¿Están tus hermanos contigo? Dales recuerdos de mi parte y mis mejores deseos, sí, deséales lo mejor porque…”
“Cállate y escucha, adulador de pacotilla. ¿Por dónde andas? Dime en qué estás metido y quizá consiga calmar a Mike. ¿Te quedaste sin palabras, eh? Pues atiende: conocías las reglas y aun así te las pasaste por el forro de las pelotas, casi rompes la tregua con nuestros feos primos y, lo peor, sacaste a pasear a un puñado de muertos que probablemente se estarán preguntando qué demonios hacen siguiendo a un estúpido.”

Rafi pidió que le diera tregua. Atendí a unos segundos de hiperventilación al otro lado del teléfono.

“No, no, no creo en la resignación, Gabe”, dijo al fin Yuri, “ni tampoco quiero jugar bajo las reglas de la carne. Yo, yo… yo lo que quiero es volver, ¿me has oído? ¡Volver! Y ni tú ni tus hermanos, por muy cerca que estuvierais de nuestro padre, me robareis este sueño. ¡Ma, mataré a quien se interponga!”
Colgó. Rafi me pasó la copia impresa de un correo electrónico que acaba de descubrir. La leí en voz alta. Era de Tom a un amigo científico.

“Creo que el tal Yuri podría estar en lo cierto. Por muy disparatada que sea su teoría, me ha abierto los ojos a una nueva realidad que quiero confirmar en persona. ¿No te parece maravilloso? Si las métricas coinciden, estaríamos hablando de un descubrimiento sin precedentes, pura ciencia ficción. ¿Puedes creerlo? ¡Pliegues dimensionales!»

Contuve la bilis, Rafi se frotó la frente enmascarada, Mike, en cambio, también se interesó por los pliegues dimensionales. A su manera, destrozando una silla de oficina a patadas.